LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE


Carlos Murillo González
Dedicada especialmente para tod@s l@s jóvenes de edad y de espíritu.


Hace cuarenta años, el 2 de octubre de 1968, un acontecimiento sangriento marcó a una generación de jóvenes mexicanos que vieron sus ideales de justicia emboscados en las tramas de la violencia gubernamental, violencia de Estado. La Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, Ciudad de México, fue la sede que acogió a miles de personas, principalmente estudiantes, para celebrar uno de tantos mítines políticos para protestar contra el autoritario Estado Mexicano y exigir cambios necesarios para la sociedad; la fecha y el lugar también fueron escogidos por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz para ordenar su masacre con balas del ejército.


El movimiento estudiantil del 68, como se conoce histórica y mundialmente, fue un movimiento masivo que se dio en muchas universidades, sobre todo europeas y americanas, para luego extenderse hacia la sociedad y cuyos principales protagonistas fueron jóvenes. Contextualmente se desarrolla en pleno apogeo de la Guerra Fría, tanto en países capitalistas y socialistas, en la era de las guerras ideológicas como la de Vietnam, cuando todavía se libraban guerras de independencia. Los años sesenta y buena parte de los setenta, se caracterizan por la aparición de los nuevos movimientos sociales, llamados así por la novedad y heterogeneidad de sus demandas, como paz, libertad, libertad sexual, derechos humanos, etcétera y que hoy son los padres o abuelos de los contemporáneos movimientos ecológicos, gay, por los derechos de la mujer, etcétera.
La juventud aparece en el siglo XX como un destacado actor social y político capaz de confrontar el poder y generar cambios sociales. Ya desde principios de siglo, en países de tradición islámica, como Turquía y Egipto, dejaron notar su presencia e influyeron en cambios radicales para sus sociedades. A mediados de siglo, el arte, principalmente la música, sería la vía de expresión política de la generación de la posguerra, teniendo al rock and roll y los Beatles como emblemas. El rebelde sin causa de los suburbios norteamericanos de los cincuenta se convierte rápidamente en el rebelde con causa de los sesenta y el modelo inspira a millones de jóvenes en el mundo, desde la Primavera de Praga, en Checoslovaquia, hasta el Consejo Nacional de Huelga mexicano, pasando por la universidad Kent State y el movimiento hippie (EUA) y las revueltas estudiantiles de mayo de los anarquistas franceses en Paris.
Hoy parece lejana la fecha y la causa; pocos de los y las entusiastas jóvenes sesentayocheros de México y el mundo persistieron en sus ideales, cooptados por los encantos del sistema político-económico (democracia capitalista neoliberal) al que decían aborrecer y buscaban terminar, en esta era donde la juventud contemporánea parece más interesada en los placeres tecnológicos que en la justicia social. Sin embargo su legado se mantiene vivo, invencible, vigente, como temían los poderosos de entonces, quienes no pudieron ―ni pueden― acabar con los movimientos de emancipación cuando las causas que las generan siguen ahí, generando conflictos y problemas.
La realidad actual, por ejemplo aquí, en Ciudad Juárez, dispone de escenarios similares a los de hace cuarenta años: la democracia es sólo electoral y no de calidad de vida; pese a los cambios, el Estado sigue siendo un ente autoritario que no quiere escuchar ni ver a la sociedad mexicana, mucho menos aceptar críticas; el ejército en las calles criminalizando, desapareciendo y atemorizando a la sociedad so pretexto de la guerra contra el narco; los medios de comunicación en general y la televisión en particular, ocultando, desinformando y despolitizando a la sociedad con programas chatarras y amarillismo, y así. Cierto, ha habido cambios en estos cuarenta años, pero ni son los necesarios, ni hay garantía de mantener los existentes cuando todos los días se pisotea la Constitución, con el visto bueno, por cierto, de los jueces y las asociaciones de abogados.
Septiembre es el mes de una independencia fallida, cuya evidencia la vemos cotidianamente en el entreguismo del Estado mexicano a los intereses norteamericanos, pero sobre todo, en esa realidad donde coexisten el racismo étnico hacia el indígena, el lugar de origen o el color de piel y el racismo de clase, que prolonga la pobreza con fines políticos, en el marco de un régimen político económico sin pies ni cabeza, mala copia e imposición de la democracia capitalista para los ricos, al estilo Estados Unidos.
Octubre debe convertirse, dialécticamente hablando, en la contradicción de septiembre, por lo menos en el imaginario político de la sociedad. Si septiembre nos recuerda una independencia todavía pendiente, octubre puede ser, es, el rugir de la esperanza, la energía juvenil desencadenada hacia una dialéctica positiva, cuyo estruendo anime a la sociedad a desear y lograr cambios para sí misma. En estos tiempos coléricos se requiere la valentía y creatividad juvenil para empujar hacia el ideal sesentayochero de justicia social con amor y paz.