Víctor Orozco
Tomado del Diario de Juárez, el 5 de octubre del 2008
Comparar tiempos y sociedades es con frecuencia una tarea infructuosa, por las dificultades que entraña. Algunos incluso la han tenido como inútil o insensata. Sin embargo, se ha practicado por siglos. Entre otros, Nicolás Maquiavelo hace de este trabajo la llave maestra para comprender no sólo a su tiempo sino para establecer las reglas y cánones de la ciencia política hasta nuestros días. Puesto que huye del afán de prescribir el deber ser, tiene que conocer muy bien como es el ser, es decir, cómo han sido las cosas, al margen de lo que pontífices o profetas ordenen o simulen como deben ser.Desde este ángulo, vale hacer un ejercicio de comparación entre el México de 1968 y el de nuestros días.Los jóvenes de hace cuarenta años teníamos varias certidumbres: no había elecciones reales, la oposición política era tolerada mientras no representase un peligro, no había muchas reglas, de hecho todas se condensaban en una sola: la voluntad del presidente y en sus correspondientes esferas de los gobernadores, la prensa publicaba sólo aquello que el gobierno permitía, los poderes legislativo y judicial eran apéndices del ejecutivo, todo estaba organizado: los obreros en la CTM, los campesinos en la CNC, los demás en la CNOP. Los empresarios tenían también su espacio acotado dentro del conjunto, desde luego con mayor margen que el resto. Igual sucedía con el clero católico. Cada presidente era, como lo definió Daniel Cosío Villegas un monarca sexenal, con poderes absolutos o casi.Esta pax duró varias décadas, pero se engañaría quien pensase que nada se movía. Se desarrollaron gigantescos movimientos obreros, hubo movilizaciones campesinas, rebeliones estudiantiles, guerrillas rurales, en todos los sexenios de presidentes priístas. Cada uno de estos procesos fue dejando huellas que el siguiente reconocía: las tomas de tierras en la época cardenista se reprodujeron y recrearon en los años sesentas, las luchas de los ferrocarrileros de finales de los cuarentas estuvieron presentes en los inicios de los sesentas, se guardó en la memoria la marcha de los mineros de Nueva Rosita de 1952, la represión a los estudiantes del politécnico en 1956, los movimientos sindicales de los maestros en 1960, de los médicos en 1964. Ninguno de estos antecedentes y de otros similares, pasó de noche, aunque varios concluyeran con derrotas o cooptaciones y alimentaran las periódicas cohortes de presos políticos que iban a parar a Lecumberri o a cárceles estatales. En este ambiente, se inscribió luego la influencia de la revolución cubana, que apareció como un faro para toda Latinoamérica, con sus colosales desafíos al imperialismo, sus íconos, su fraseología tan convincente, sus realizaciones.Había además otro curioso elemento, peculiarísimo de México: tanto el régimen político, como la oposición de izquierda se identificaban con la revolución mexicana y reconocían a este movimiento armado como la matriz. Ello, dotaba al gobierno de una fuerza popular que no disponían otros de la región, pero al mismo tiempo introducía un elemento profundamente subversivo, porque idealizar a las masas insurrectas y a sus caudillos, al tiempo que se ejecutaban unas políticas públicas cada vez más anti populares y elitistas, encerraba a la cúpula gobernante en una contradicción insoluble.En 1968, los estudiantes recuperaron todos estos legados, incluyendo el de la revolución, con sus símbolos y sus tradiciones. Por eso, Enrique Krauze se equivoca cuando dice que su revolución se enfrentó a los tanques de la revolución de 1910. Podría decirse que también con la revolución liberal del siglo XIX, puesto que ésta era de igual manera reclamada por el PRI como parte de su origen. Pero no hay ruptura, sino continuidad, ambas revoluciones forman parte del linaje histórico que tienen las luchas estudiantiles, pues éstas como aquellas fueron libertarias, nacionalistas, igualitarias, populares. No hay sino ver las imágenes de los caudillos revolucionarios mexicanos asociadas a las de los nuevos héroes como el Che Guevara en las marchas del 68.
Ahora bien, el movimiento estudiantil de 1968 representó el principio del fin del régimen, al menos en la versión más autoritaria.Pero: ¿Hacia dónde se fueron las transformaciones? ¿Cambió el país para bien? El fin de siglo trajo la novedad de los votos que sí contaban. Para acceder a los puestos públicos ahora no se tiene necesariamente que hacer cola en el PRI, sino también en los centros patronales, en las cúpulas de la iglesia, en el PAN, en el PRD, en los nuevos partidos con dueño o dueña. Pero, salvo los limitados programas sociales de gobiernos locales fuertes como el del Distrito Federal, la orientación de las políticas públicas no sólo se mantuvo, sino que se enfatizó. Aumentaron los abismos sociales entre la pobreza y la riqueza, los de abajo se fueron cada vez más abajo y unos cuantos privilegiados cada vez más arriba. Tampoco se acabó con la corrupción –contra la cual batallaron tanto la oposición de izquierda como de la derecha, al menos de los dientes para afuera–. De hecho, ésta se hizo más sofisticada, llevándose a escalas desconocidas con la privatización de las empresas estatales, los rescates bancarios y las fusiones entre príncipes y gerentes.Y así llegamos al 2008. Con muy pocas certidumbres. Antes sabíamos que una confrontación con el régimen podía terminar en la muerte, en la cárcel o en el ostracismo. Los contendientes estaban identificados y casi no había pierde. Ahora en medio de la ola de violencia, ¿Quiénes son los contendientes? ¿Quién es la autoridad? Cualquier noche pueden llegar a la casa del vecino o a la propia un grupo de encapuchados, con uniformes oficiales, sin insignias, sin placas en los vehículos y llevarse a los residentes. O, cualquiera puede encontrarse en medio de un tiroteo en un restaurant, en un estacionamiento, en un semáforo. O verse despojado del vehículo o secuestrado.Este panorama horrendo no es desde luego herencia del 68, sino su negación.
Ahora bien, el movimiento estudiantil de 1968 representó el principio del fin del régimen, al menos en la versión más autoritaria.Pero: ¿Hacia dónde se fueron las transformaciones? ¿Cambió el país para bien? El fin de siglo trajo la novedad de los votos que sí contaban. Para acceder a los puestos públicos ahora no se tiene necesariamente que hacer cola en el PRI, sino también en los centros patronales, en las cúpulas de la iglesia, en el PAN, en el PRD, en los nuevos partidos con dueño o dueña. Pero, salvo los limitados programas sociales de gobiernos locales fuertes como el del Distrito Federal, la orientación de las políticas públicas no sólo se mantuvo, sino que se enfatizó. Aumentaron los abismos sociales entre la pobreza y la riqueza, los de abajo se fueron cada vez más abajo y unos cuantos privilegiados cada vez más arriba. Tampoco se acabó con la corrupción –contra la cual batallaron tanto la oposición de izquierda como de la derecha, al menos de los dientes para afuera–. De hecho, ésta se hizo más sofisticada, llevándose a escalas desconocidas con la privatización de las empresas estatales, los rescates bancarios y las fusiones entre príncipes y gerentes.Y así llegamos al 2008. Con muy pocas certidumbres. Antes sabíamos que una confrontación con el régimen podía terminar en la muerte, en la cárcel o en el ostracismo. Los contendientes estaban identificados y casi no había pierde. Ahora en medio de la ola de violencia, ¿Quiénes son los contendientes? ¿Quién es la autoridad? Cualquier noche pueden llegar a la casa del vecino o a la propia un grupo de encapuchados, con uniformes oficiales, sin insignias, sin placas en los vehículos y llevarse a los residentes. O, cualquiera puede encontrarse en medio de un tiroteo en un restaurant, en un estacionamiento, en un semáforo. O verse despojado del vehículo o secuestrado.Este panorama horrendo no es desde luego herencia del 68, sino su negación.